Blogia
Cierzo

La covada

La covada El término “covada” proviene de la expresión latina puerperio cubare (guardar cama durante el puerperio) y alude al hecho de que sea el padre quien guarde cama o reciba las atenciones que corresponden a la mujer tras el alumbramiento.

La primera mención documentada de la covada data del siglo III a.C. Apolonio de Rodas, gramático y director de la Biblioteca de Alejandría, la describe así en su obra Los argonautas: “... llegaron a la Tibarénida. En ese país, cuando las mujeres han dado hijos a sus hombres, son estos quienes gimen, caídos en los lechos, con las cabezas envueltas; y ellas los cuidan con solicitud, les hacen comer y les preparan los baños que convienen a las recién paridas”. No se ha podido averiguar si este pasaje fue recogido de versiones orales micénicas, es decir, si los expedicionarios de hace 3500 años encontraron llamativa esta conducta de los tibarenos o si se trata de una acotación del propio Apolonio.

En el siglo I a.C., el historiador Diodoro de Sicilia mencionaba en su libro V que los corsos tenían una costumbre semejante: “Con el nacimiento de sus hijos observan un hábito muy extraño: no tienen cuidado alguno de sus mujeres que están de parto; cuando una ha dado a luz, el marido se acuesta, cual enfermo, y permanece encamado un número fijo de días, como una recién parida”.

Marco Polo trató de explicar este comportamiento chocante al observarlo en la provincia de Kardandan y la ciudad china de Vochang, en 1275, y aventuró que debía tratarse de una especie de resarcimiento o indemnización, puesto que la madre sufre al parir, el padre tiene que hacerlo también imponiendo algunas restricciones a su vida.

El preceptor de Luis XIV, François de La Mothe Le Vayer escribe en su Observations sur la composition des livres, a mediados del siglo XVII, que este uso es habitual en toda América, Canadá y otros muchos lugares.

En 1818, en Historia de las naciones Bascas de una y otra parte del Pirineo septentrional y costas del mar Cantábrico, el notario J. A. Zamácola asegura que las vizcaínas “apenas parían, se levantaban de la cama, mientras el marido se metía en ella con el chiquillo”.

Durante el siglo XIX se recogen en un fichero del Museo Etnológico y Antropológico de Madrid testimonios de esta costumbre. En Ibiza “Tan pronto como se presenta el parto, el marido se mete en la cama con su mujer, tomando tazas de caldo como ella y colocando al recién nacido entre los dos”. En Canarias se dice que los hombres ya no se acuestan mientras lo hace la puérpera, “pero continúan haciéndose agasajar al igual que sus mujeres paridas (...) comen y beben lo mismo, las mismas veces y durante el mismo número de días”. En Tamarite, Huesca, las vecinas invitadas a festejar el nacimiento se aproximaban al lecho donde yacían los cónyuges, el hombre tenía colocado su falo bajo un lienzo y ellas lo tocaban a la par que proclamaban sus felicitaciones.

Hasta mediados del siglo XX se ha constatado alguna forma de covada en todas partes: Laponia, Borneo, Inglaterra, Francia, Brasil, Alemania... En Casas de Ves (Albacete) el hombre, además de acostarse con el recién nacido le ponía su camisa y quemaba la placenta en una hoguera ritual, en Alabama y Carolina del Sur bastaba con que el sombrero del padre estuviera sobre la almohada del lecho de la parturienta.

Muchas son las teorías elaboradas para encontrarle una explicación razonable a la covada: expresión del mágico vínculo físico entre padre e hijo; invento de las mujeres para el padre se quedase en casa a ayudarla; deseos de animar al hombre a hacer más hijos prodigándole cuidados y mimos; búsqueda de equilibrio entre las energías masculinas y femeninas para combatir el mal, compartir el dolor del parto a partes iguales... El aserto de Freud sobre los celos femeninos del pene puede que explique por qué el hombre se encama y luce su miembro viril ante las vecinas.

Mi teoría personal sobre el origen de la covada es que esta práctica resulta consecuencia directa, ni más ni menos, que de la envidia. Los antropólogos creen que nuestros antepasados del Paleolítico atribuían la fecundación de la mujer a elementos tales como la tierra o el viento, parecían ignorar que el macho de la especie también tiene un papel en el acto de la creación. Pues bien, el hombre, envidioso de la capacidad engendradora de su compañera y harto de que en los ritos de fertilidad se le postergara a un ominoso anonimato, pilló una rabieta de cuidado, vindicando para sí una parte de la gloria que merece el esfuerzo de perpetuar la especie. La mujer, comprensiva por naturaleza, procuró compensarle mediante la covada para que se quedara contento. Fue un acto de justicia y generosidad, pues, a fin de cuentas, engendrar un hijo es cosa de dos, aunque el hombre contribuya al logro durante 5 minutos y la mujer durante 9 meses.

0 comentarios