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Cierzo

Carmen relata

Quiero exponer unas reflexiones sobre mi propia estupidez, que espero sirvan para que otras mujeres reconsideren sus posturas y no caigan en las trampas que a veces nos pone el amor.

Conocí a un hombre en un chat sobre libros y literatura, me dijo que era cirujano y que estaba de baja por depresión, que preparaba una novela, que aprovechaba su mucho tiempo libre para leer, que se había separado de su mujer... Intercambiamos nuestras direcciones de correo electrónico y al día siguiente me envió seis mensajes comentándome cuánto había disfrutado conversando conmigo, lo agradable que yo le parecía. Sentí miedo, una sensación de acoso, sus palabras fueron sumamente amables y afectuosas, pero me provocaron una reacción visceral de temor. Mi instinto me alertó.

Fuimos intimando, cada día me mandaba una media de seis correos con párrafos de su novela, versos que me dedicaba, cuestiones personales... Transcurrieron las semanas hasta el verano y me invitó a visitarle, yo sospechaba que pretendía un acercamiento físico y le advertí que no estaba interesada, pero él me aseguró que serían unas breves vacaciones para desconectar de la rutina, sin compromisos. Me persuadió y tomé un avión para reunirme con él. Nada más verle en el aeropuerto, experimenté la segunda señal de alarma. Me desagradó. No por nada en concreto, fue otra intuición. No era atlético y bien plantado, sino más viejo, más bajo, más calvo y con más barriga de como se había descrito. La fotografía que me remitió se la hizo seis años antes. No me importó demasiado su "engaño", tras varios meses de abundantes confidencias creía conocerle por dentro, creía saber quién era.

Me condujo a su "chalet cerca del mar", un bungaló desde el cual el mar se adivinaba más que se veía, me enseñó Mallorca, fuimos amantes, me enamoré, me declaró su rendido amor y transformamos nuestros sueños en un proyecto de futuro. Acordamos que yo vendería mi piso recién comprado y dejaría mi trabajo para trasladarme a Palma, él disponía de muchos contactos en la isla y me resultaría fácil encontrar un nuevo empleo, además su posición económica era desahogada y le permitiría mantenerme hasta que me saliera algo. En este punto no nos pusimos de acuerdo, yo no consentí en a vivir a sus expensas.

Regresé a casa dispuesta a sacrificarlo todo por el hombre al que amaba, mi familia, mis amigos, mi pisito, que con tanto cariño y esfuerzo iba convirtiendo en un hogar, mi deseada independencia y mi puesto de trabajo. Solo necesitaba su amor y su compañía para ser feliz, lo demás no me importaba.

Hablábamos a diario por teléfono y nos escribíamos largas cartas. Una noche sonó el teléfono a las cinco de la madrugada, me llevé un susto de muerte, era él, de fondo se escuchaba la música estridente y el murmullo de conversaciones propio de un pub o de una discoteca, estaba borracho. Me habló con tono agresivo quejándose de la vida, de la gente, de su soledad y al final me dijo que iba a tirar a la basura mis regalos, le dolía verlos. Tomó por costumbre llamarme a horas intempestivas, casi siempre ebrio, se emborrachaba para superar el dolor que le producía tenerme lejos, ésta era su excusa. Otra noche me comunicó que acababa de salir de un club de alterne, se había acostado con una prostituta porque sentía necesidad de mí.

Decidí romper nuestra relación, me había mentido en cientos de pequeñas cosas, me hacía daño, estaba empezando a sufrir. En su respuesta llena de odio, me acusó de no amarle, de ser injusta e intolerante. Luego me pidió perdón, estaba enfermo, era un ser humano y los seres humanos cometen errores, por eso merecen una segunda oportunidad. Quise demostrarle mi sincero afecto y mi capacidad de perdón y le di otra oportunidad. Puse mi piso a la venta, pero era verano y no aparecieron compradores. Presenté mi renuncia en el trabajo, pero la mitad del personal estaba de vacaciones y me convencieron para que me quedase un par de meses, hasta que encontraran a alguien que me sustituyera. Él se tomó los retrasos muy mal, pensaba que eran impedimentos deliberados por mi parte. Se tornó agresivo, sus palabras me herían, me sentía humillada, despreciada, me desafiaba, se quejaba de no entenderme.

Caí enferma, tanta tensión hizo mella en mí. Veía con nitidez meridiana que ese hombre era un ser dañino y peligroso que debía salir de mi vida lo antes posible. Me castigaba con su silencio, desconectando el teléfono o sin responder a mis mensajes para aumentar mi preocupación. Me anunciaba sus intenciones de matarse porque no soportaba vivir sin mí. Yo sufría lo indecible, me había enseñado una escopeta de caza que guardaba en su dormitorio y temía que pudiera herirse para hacerme sentir culpable, nunca le creí capaz del suicidio...

Le rogué que me olvidase, que cada uno siguiera por su camino, y su venganza fue de una refinada crueldad. Me escribió un e-mail comunicándome que regresaba con su esposa, que se había burlado de mí porque nunca me quiso, que solo fui una distracción para su aburrimiento y que ya no me necesitaba para nada. Sus palabras supusieron un duro mazazo y un verdadero alivio. Pasé dos meses destrozada, mi cerebro comprendió casi de inmediato que me había tocado el premio gordo de la lotería, pero mi corazón estaba herido de muerte.

Me hallaba hundida en una sima de dolor cuando recibí otro correo suyo, la reconciliación con su esposa no funcionó, volvía a estar solo, había descubierto que sus sentimientos hacia mí eran amor verdadero y me suplicó que volviéramos a empezar. Pero yo había caído en una profunda depresión y estaba muy enferma, no iba a recorrer de nuevo el mismo camino espinoso. Le conté a mi hermana toda la historia una tarde que me acompañó al médico, lo primero que hizo fue coger mi teléfono móvil y borrar su número, luego llegamos a casa y en una bolsa grande fue metiendo cada recuerdo suyo que conservaba, me hizo prometerle que jamás me pondría en contacto con él.

Cada día doy gracias por no haber encontrado rápidamente un comprador para mi piso, porque mi jefe no solo olvidase mi renuncia, sino que me haya ascendido de categoría, por haber recuperado la salud y las ganas de vivir después de un año largo de enfermedad, por haber conseguido arrancar de mi corazón a esa alimaña que me convirtió en su víctima, por hacer caso, aunque fuera un poco tarde, a mi intuición, que me gritaba a cada instante: ¡Déjalo, olvídate de él!

Mi caso es un cuento de hadas comparado con las vivencias de otras mujeres, y me siento afortunada por ello. Esta experiencia me ha hecho todavía más solidaria con las víctimas de malos tratos y me ha abierto los ojos. Nadie está a salvo. Nos puede ocurrir a todas. Hagamos caso a esa luz roja que siempre se enciende para avisarnos de que algo no marcha como debería. No es el amor el que perjudica seriamente la salud, es la estupidez.

* Carmen me ha pedido que explique su historia para alertar a las mujeres que se hallan en una situación semejante. Por la misma razón, yo he accedido a relatar su caso.

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