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Catalina la grande, una gran mujer

Catalina la grande, una gran mujer

Un hombre puede ser excepcional, pero lo verdaderamente excepcional es que un hombre excepcional tenga una amante excepcional. Catalina, la futura zarina Catalina I, creció en Mariemburgo como criada de Glück, un pastor luterano. La ciudad fue tomada y Catalina se hizo concubina. Utilizando como escalera las camas de los comandantes, logró alcanzar el lecho del zar. Éste llegó a no poder prescindir de Catalina, quien compartía sin quejarse su cama de campaña, lo tranquilizaba cuando las convulsiones se apoderaban de él y lo animaba cuando se sentía triste. Se casó con ella en 1712, y en 1724 la coronó zarina. Catalina consiguió lo que ya había logrado Teodora, la esposa del emperador Justiniano I: ascender de prostituta a emperatriz.

Tras la muerte de Pedro el Grande, Catalina apartó del trono a los sucesores legítimos del zar y se convirtió en emperatriz de Rusia. Así aseguró el trono a su hija Isabel, después de que su predecesora, la zarina Ana, lo dejara vacío. En la Guerra de los Siete Años, Isabel llevó a Federico el Grande al borde del abismo y después nombró como su sucesor al inepto Pedro III, nieto de Pedro I el Grande. Pero enmendó los errores de éste buscándole una mujer excepcional: Sofía de Anhalt-Zerbst. En el caos de revueltas palaciegas y conspiraciones que acabó con la vida de Pedro III, Sofía se convirtió en Catalina II, la zarina de todos los rusos (1762-1796).

Para favorecer su precaria posición, además de una gran inteligencia empleó sus armas de mujer. Ciertamente, sus predecesoras también habían rendido homenaje al principio del amor libre, pero Catalina convirtió esta práctica en una forma de gobierno: se aseguró la lealtad de sus sucesivos ministros sacrificando su castidad en el altar de la política. En otras palabras, sus ministros fueron también sus amantes. Si en Inglaterra el primer ministro era elegido por la fracción del grupo mayoritario, en Rusia Catalina adoptó el papel de la fracción. Entre sus favoritos estaba el príncipe Potemkin, quien se hizo un nombre con su invento: los prósperos pueblos irreales, compuestos únicamente de fachadas, con los que lograba embaucar a la zarina.

Catalina era una filósofa ilustrada de la misma especie que Voltaire. Mantuvo correspondencia con él, al igual que con casi todos los filósofos de la Ilustración. Desde un punto de vista político, continuó las reformas de Pedro el Grande: puso la jurisdicción sobre la servidumbre en manos de los jueces, arrebatándosela a los señores; suprimió la tortura y afianzó la tolerancia religiosa, que había vuelto a resentirse tras la muerte de Pedro el Grande; sometió a la Iglesia ortodoxa al Estado y fomentó la educación con la creación de escuelas y academias, aunque la Iglesia trató de frenar su desarrollo; no se olvidó de la educación de la mujer y fundó escuelas para niñas, levantó hospitales, mejoró la sanidad y demostró la inocuidad de las vacunas, siendo la segunda rusa que se vacunó contra la viruela.

Si bien su favoritismo fortaleció los privilegios de la nobleza, la zarina siguió impulsando la política industrial de Pedro el Grande. Y entre tanta actividad, todavía encontró tiempo para componer óperas, poemas, dramas, cuentos, tratados y libros de memorias. Editó una revista satírica anónima, en la que colaboró regularmente, y escribió una historia de los emperadores romanos. Junto a Isabel de Inglaterra y Cristina de Suecia, ha sido una de las soberanas más excepcionales que jamás haya subido a un trono.

En su epitafio, escrito por ella misma, Catalina resume claramente cómo fue: “Aquí yace Catalina II. En 1744 vino a Rusia para contraer matrimonio con Pedro III. A los 14 años tomó la triple resolución de complacer a su esposo, a Isabel I y a la nación. Hizo cuanto pudo por conseguirlo. Dieciocho años de soledad y tedio la llevaron a leer numerosos libros. Cuando subió al trono de Rusia trató de hacer a sus súbditos felices, libres y prósperos. Perdonó fácilmente y no odiaba a nadie. Era indulgente, de carácter ligero y alegre y abrigaba sinceras convicciones republicanas. Tuvo amigos, el trabajo le fue fácil. Amó la sociedad y la artes”.

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