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En la película Muammar al-Gaddafi de Libia está a punto de aparecer el The End. En esta superproducción bélica, el protagonista, que llegó a creerse una reencarnación de Lawrence de Arabia (quizás olvidó que los caudillos del arabismo fueron británicos), vive el desenlace de la historia.

La película empieza cuando el coronel Gaddafi rebautiza el grupo de tribus sobre el que reinaba el rey Idris, las convierte en la Gran República Árabe Libia Popular y Socialista y se autoproclama hermano guía de la gran revolución. Tras toda esta nomenclatura pomposa se oculta en realidad un cacique tribal, de esos que tanto abundan en África, aunque nuestro héroe tiene éxito en su misión: reúne las tribus de la Cirenaica y la Tripolitania en algo parecido a un país y, según las estadísticas de la ONU, Libia se convierte en el primer estado de África por su desarrollo humano. Los ríos de petróleo que surcan estas tierras fascinan a las potencias occidentales y a los líderes revolucionarios de todo el mundo. Pero hete aquí, el mismo oro negro que sustentaba su esplendor es ahora causa de su ruina, propiciada por aquellos traidores que antes le ponían una alfombra roja. Los que bombardean su jaima y su palacio y matan a sus hijos invocando altos principios éticos, son los que más le agasajaban cuando visitaba Madrid o Roma con su tienda y su guardia personal a caballo. Sarkozy, Berlusconi, Zapatero y el mismísimo Obama le hicieron creer que era el héroe de la película a cambio de provechosos contratos pagaderos en petrodólares. Un héroe un pelín excéntrico, con la cara alisada por el botox, su exótica vestimenta, su rebaño de camellos…, pero socio al fin y al cabo de gente tan dispar como Aznar y Zapatero, que hace tres años aún le vendió una partida de bombas clúster. De la amistad a los bombardeos han pasado unos pocos meses y esta película, escrita con tinta de petróleo, llega a su fin. El héroe se ha convertido en paria, ya no regalará caballos ni ejemplares de su Libro verde a los que antes creyó amigos, ya no será bien recibido en las cancillerías europeas; ahora ofrecen por él una recompensa, vivo o muerto. Es el giro sorprendente del guión lo que, como espectadores, nos mantiene en vilo, porque el diálogo final, de puro previsible, nos lo imaginamos todos. Los guionistas americanos son tan poco originales que no inventarán uno nuevo para la ocasión y aprovecharán aquél otro, memorable, por cierto, en el que el don Corleone, de Brando, dice: No es nada personal. Solo son negocios.

 

 

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