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Cierzo

Dori

Se llamaba Dori y hoy me ha parecido encontrarla paseando junto a unos guiris que sacaban fotos a la catedral.

Dori murió hace años, era una pequeña perra de raza callejera que recogí con dos días de vida. Iban a meterla en una bolsa de plástico, junto al resto de la camada, para arrojarla al río. Aquel plan me pareció casi un acto delictivo, por eso adopté a uno de los indefensos cachorros, el resto fue acogido por algunas almas sensibles y tan espeluznadas como yo.

Dori creció mientras me encariñaba con ella, puedo jurar que el afecto era mutuo y recíproco, lo veía en sus ojos color miel y en sus gestos sinceros. Se ganó algunas broncas por sus travesuras, y es que disfrutaba comiéndose los cordones de mis zapatos o guardando trozos de comida detrás de las puertas. Entonces acudía a mi llamada con mirada sumisa y el rabo entre las patas, dispuesta a aceptar la regañina, luego, cuando intuía que lo peor había pasado ya, me tocaba tímidamente con su pata y pegaba el hocico a mi pierna para hacerse perdonar. Yo siempre acababa por ablandarme, la acariciaba, le rascaba detrás de la oreja, y ella se convertía en el chucho más feliz del mundo.

Tuve que pasar dos días ingresada en un hospital y recuerdo su recibimiento como si hubiera ocurrido hace cinco minutos. Aún no había sacado la llave de la cerradura de la puerta de entrada y Dori se abalanzó sobre mí loca de contento, de un soberbio brinco llegó a mi cara y me dejó en ella un rastro húmedo de su conmovedor afecto, durante varios minutos estuvo demostrándome su alegría y su inquebrantable lealtad de todas las formas imaginables, hasta que yo, que no soy de lágrima fácil, empecé a llorar afectada por su inexplicable ternura.

Hasta la fecha, nadie ha demostrado tanto entusiasmo ni tanto cariño al verme. No he vuelto a sentir esa emoción ferviente y contagiosa en ningún ser humano. No he tenido otro perro.

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